martes, 11 de octubre de 2011


El Laberinto de JLB



Un cuento inédito de JLB
Penúltima confesión secreta - 2º y última parte
Alguien gritó, eso sí, cuando el acero de Carrasco me rasgó la camisa a la altura del hombro. No sentí dolor ni miedo. Carrasco se envalentonó, y con una sonrisa que no olvidaré jamás, se tiró a fondo.
    Nunca sabré si fue mi esquive, aprendido laboriosamente en las pedanas del club de Palermo, o un error de cálculo de Carrasco, pero su puñalada siguió de largo; la mía —alta, profunda, unánime— se enterró en su pecho.
    Solté el cuchillo, que ya pertenecía al cuerpo de Carrasco, no al mío. Oí gritos. No sé si el chajá es un pájaro del sur de la provincia de Buenos Aires, pero me pareció también oír el grito desalentado de un chajá.
    Heráclito sostenía que ningún río es el mismo cuando lo visitamos por segunda vez. Pero han transcurrido más de ochenta años desde aquella puñalada y yo siento que mi alma es el mismo y doloroso río de aquella tarde.
    He descreído siempre de los despavoridos sistemas que propician, en el más allá, premios y castigos para los hombres, pero ese escepticismo no me redime; a mi muy avanzada edad, por otra parte, me siento turbiamente inmune (¿o debí decir impune?).
    No sé qué valor legal, de tomar estado público, tendrá esta confesión; he oído decir que hay delitos que prescriben a lo largo de los años, como si un hecho atroz pudiera ser perdonado, no por otros hombres o por nuestra conciencia, sino por el tiempo.
    De cualquier manera quizás recién se conozca diez, veinte o más años después de mi muerte. Quizás no le den importancia, quizás la olviden en poco tiempo como, espero, a mí y a mi obra.
    Sé que el hecho fue lo que policialmente llaman “homicidio en riña”. Sé que no provoqué a Carrasco (¿o sí, de alguna manera secreta?). Sé que él me atacó primero (¿o lo hice yo, alguna vez, y nunca lo supe?). Sé que fue —como me dijeron los que me acompañaban — “defensa propia”, “limpio duelo criollo, y a él le tocó perder”, “perdoná, no tendríamos que tener peones así trabajando para nosotros, ni siquiera temporarios, la culpa es nuestra, perdoná; vos no fuiste culpable de nada”.
    Pero estas complacientes reflexiones no consiguen distraerme —ninguna lo ha hecho a través de los años— de aquel recuerdo temprano que hoy ya es muy viejo, pero no por eso débil.
    ¿Explicará esta confesión, después de décadas y décadas, mi afición (el término es trivial, lo sé) por estos temas que han fatigado mis olvidables páginas?   
    Me siento cansado. Ahora tal vez pueda dormir, no lo sé. Acaso, vagamente, sueñe con un rey escandinavo, alto, barbado, inmortal. Pero irremediablemente, como tantas otras veces, tendrá la cara de Gabino Carrasco.

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Penúltima confesión secreta  (1º parte)



    Sobre el final de “Don Segundo Sombra”, no sin melancolía, no sin pudor, un muchacho oscuramente declara: hay cosas que un hombre jamás se confiesa.
    Esa certeza viril, aún no enturbiada por los ramalazos del psicoanálisis, postula una ética que no me es ajena. Un hombre cualquiera —un hombre es todos los hombres— puede fatigarla hasta el hartazgo. Pero inferir que ese hecho prefigura una perpetua afiliación a esa doctrina no deja de comportar una taciturna falacia. Algún día algo cede, algún día el sueño es más atroz, algun día la vaga perplejidad es dolorosa certeza. Algún día uno sabe para siempre quién es, y me temo que debe confesarlo.
    Por estos desdichados motivos me gustaría —sólo yo sé cuánto lo deseo— que lo que voy a narrar fuese un cuento; tristemente no lo es. A pesar de esto, no he podido resistir la burda tentación, algo teatral y lastimera, de ponerle título (deformación profesional, dirían ahora): penúltima, porque todo acto de un hombre -sospecho- es penúltimo; secreta, porque aspiro —a la contradictoria manera de Kafka que pidió a su amigo Max Brod que destruyera sus manuscritos— a que nadie exhume esta confesión.
    Dicto al grabador estas penosas líneas, menos como un ejercicio baladí que como una rendición de cuentas, acaso como un anciano y porteño Raskolnikov que quiere expurgar su culpa.
    Una vida humana puede alcanzar los setenta, ochenta años, o arañar sabiamente el siglo, como lo hicieron, por ejemplo, Shaw o Russell, o acaso sobrepasar esa cifra no sin estupor y cansancio; para comprender, o mejor dicho, para alcanzar a entrever las íntimas palpitaciones de esa vida, bastan un volumen de cuatrocientas páginas (como lo quiere pretenciosamente la novela) o cinco carillas escritas bajo el influjo de nuestra principal obsesión.
    En esta anteúltima contrición inútil presiento que siete, ocho decenios, equivalen a un párrafo, que una brusca y única tarde equivale a treinta líneas en cuerpo 12.
    Conozco las interpretaciones sobre algunos de mis cuentos, que atribuyen mi inclinación por los cuchilleros y el culto del coraje al mero juego intelectual de un hombre que nunca estuvo en contacto con la vida y la muerte, cuando no al recuerdo idealizado de mis antepasados guerreros y de los malevos del  barrio de mi infancia; otros auscultadores de filiaciones sospechan (o fingen sospechar) la deliberada urdimbre de una mitología del arrabal, melancólicamente subalterna de la anglosajona.
    Lamento mucho decepcionarlos pero la realidad es otra, y mucho más atroz.
    Para el improbable lector de estas líneas la elucidación de esa realidad será una brusca revelación que se convertirá en anécdota o en asombrado comentario, pero no alterará sus días. Para mí es la confirmación de un horror que no me abandona nunca; un horror que me persigue en las mañanas y en las tardes y en la alta noche.
    Jamás condescendí al melodrama o la sensiblería, pero siento, no sin espanto, que esas formas laterales de la cursilería están luchando por atraparme, ahora, que voy llegando al momento esencial.
    Intentaré dictar, no sé con  qué fortuna,  el relato de los hechos tal como fueron.
    Hacia mis veinticinco años ocurrió lo que no puedo olvidar (no podrán olvidarlo mis huesos, polvo en el polvo): una ardiente tarde de octubre maté a un hombre. Sólo tres personas lo supieron, sin contar al muerto. Hasta hoy se acalló el suceso y (salvo esos tres testigos silenciosos) nadie sabe que fui —que soy— un asesino.
    En una estancia del sur de Buenos Aires, propiedad del tío de un amigo,  nos reunimos un arduo mediodía para festejar con un asado no sé qué concurso literario en el que ninguno de nosotros había ganado un premio. Para no molestar llevamos un equipo de camping y preparamos el fuego y la comida en los arrabales de la estancia: un sector sin alambrar muy cercano a uno de los caminos de tierra que llevaba al pueblo.
    No nombraré a las personas que me acompañaban para no hacerlos cómplices en el recuerdo; ellos, acaso, ya lo han olvidado.
    Hubo vino y risas y vino; increíblemente, faltó una guitarra. Más allá, la pampa se extendía en la lentitud de la siesta. Por el camino, cada tanto,  un jinete, una carreta, unos perros silenciosos, levantaban un polvo desganado.
    No sé en qué momento oí la voz; era burlona y nasal, y se refería a mí. Levanté los ojos: el hombre que hablaba era Gabino Carrasco, peón famoso por lo pendenciero de su alcohol. Mi vista aún era buena. Lo vi —lo miré— entre el estupor del vino y la laboriosa sombra de los nogales.
    Carrasco era un peón ocasional, conchabado —como se decía en esos tiempos— durante algunos fines de semana. Era hábil con el caballo, el lazo y el cuchillo, y también con el porrón de ginebra. Solía recorrer toda la provincia; a veces se aventuraba a Santa Fe y Entre Ríos;  se rumoreaba que debía al menos una muerte.
    “Parece que el mozo toma vino del bueno”, dijo, y agregó un insulto.
    Estaba parado ahí, en la vera del camino, muy cerca de nosotros, las manos en la cintura, las piernas abiertas.  Ni lo habíamos oído llegar.
    Recordé, entonces, que un par de años atrás, estando yo de visita en la estancia, Carrasco me había provocado al verme leyendo y yo había preferido seguir interrogando en silencio los Anales de Tácito. Yo no sabía —no supe nunca— qué vio en mí para odiarme. Preguntárselo era inútil y, por lo demás, me pareció una muestra de debilidad.
    “A ver si ahora, con el vino, el niño se anima a responderme”, insistió con sorna.
    Respondí con una frase grosera, alentado por el alcohol y acaso por la compañía. Carrasco dio dos pasos adelante y desenvainó un cuchillo; en sus ojos brillaban el rencor y la borrachera. Me levanté y caminé hacia él; mi mano se demoró en el largo y filoso cuchillo que habíamos usado para cortar la carne en la parrilla; lo empuñé. Un par de años atrás yo había recibido unas lecciones de esgrima en un club de Palermo, que ya ha desaparecido, pero no pensé en eso; no pensé nada, si vale la frase.
    Nadie nos detuvo, o las voces fueron tan tímidas que no pudieron (no quisieron) modificar o detener lo que los dos ya habíamos decidido secretamente.
    Carrasco soltó una injuria y avanzó un paso más.
    “¡Che, déjense de joder!”, dijo una voz un poco más enérgica, pero sin la autoridad necesaria como para detenernos.
    Increíblemente deseé que mi cuchillo brillara al sol, pero la sombra nos guarecía.
     
                                                                                      (continuará en la próxima  entrega
                                                                                                de 
El laberinto de JLB)



Sobre El secreto y las voces, de Carlos Gamerro



   Hacia el siglo VI de nuestra era, Carlos o Charlos el Gamerro, a quien se le atribuyen algunas páginas de la Antología Palatina,sospechó —o fingió sospechar— una vasta conspiración monacal en el sur de Europa cuyos propósitos se desdibujaban, cuando no se contradecían; en apresuradas líneas Charlos urdió un informe secreto que la denunciaba; no es improbable que las urgencias teológicas del  Concilio de Toledo hayan sugerido la redacción de ese agazapado informe.
   El nombre reaparece cinco siglos después: el guerrero normando Gamerr, que, si no tan formidable de estatura, era tan buen poeta como Harald Sigurdarsson, borroneó una crónica en verso de la batalla de Hastings que no llegó a nuestros días. No es improbable que Snorri Sturlsson sí llegara a entreverla, en las altas mañanas de Islandia.
   Ya entrados en el siglo XXI, el porteño Carlos Gamerro nos sorprende con una novela polifónica y dicha en voz baja; no es el influjo de Dos Passos ni el de Faulkner los que resuenan en sus páginas sino el de otro norteamericano: es el Capote de A sangre fría el que parece  titilar remotamente en “El secreto y las voces”.
   Hasta donde sé, un novelista es aquél que crea personajes y obstinadamente los hace reconocibles a lo largo del libro.
   Con gran eficacia Gamerro procede de esa forma para después perder a esos personajes en la multitud, acaso como el hombre de Poe. Bruscamente, en la soledad de un pueblo de Santa Fe, sentimos una vez más que un hombre  es todos los hombres.
   Fefe, el protagonista, llega al pueblo de su madre y sus abuelos, en el que pasaba sus vacaciones de infancia, para escribir una novela sobre la desaparición de un hombre del lugar durante la dictadura militar.
   El nombre del investigador no parece  la cacofónica afirmación de una de las virtudes cardinales, ni una aliterada diablura gentilicia; Fefe tampoco es, creo, un narrador funcional (para usar un término en boga); intuyo que Felipe Félix es, de alguna manera, un fatigado Hamlet santafesino.
   Me han dicho que Gamerro es un estudioso de Shakespeare, de la vasta voz germánica de Shakespeare, y de la literatura inglesa en general.  No deja de sorprenderme que un especialista en interrogar a Chaucer y a Marlowe y al doctor Johnson, despliegue una novela y un lenguaje como el que recorren El secreto… Acaso mi avanzada edad me haga caer en la ingenuidad o en la mera clasificación (otra de las formas del simplismo): confesar que de antemano sospeché los influjos del coronel Ascásubi, del mejor Eduardo Gutiérrez, e incluso de algunos párrafos de Payró,  quizás confirmen esas blanduras y comodidades del ánimo. A los 112 años me he resignado a ser  JLB.
   En El secreto nadie parece ser cómplice de la desaparición, pero oscuramente todos lo son; en los lentos atardeceres de la llanura percibimos que hay una verdad y dos actitudes y dos personas en cada habitante: la doméstica; y la de relación social. Incómodamente la gente de Malihuel nos sugiere que la llamada obediencia debida no sólo funcionó en el ámbito militar.
   Las exigencias del naturalismo y los énfasis de la denuncia social no parecen inocular la prosa de Gamerro.
   Pero dos inconvenientes, sospecho, lo atarearon en las altas tardes de la escritura del libro, dos inconvenientes que quizás sean melancólicamente uno: que la acumulación de voces y las informaciones que éstas dispensaban no se agotaran a la página 100; el peligro del tedio.
   Gamerro resuelve magistralmente el problema: cuando nos preguntamos, no sin cansado temor, cómo van a continuar las ciento y pico de páginas que faltan, ya que las reverberancias de la investigación parecen casi agotadas, el autor despliega nuevas variaciones para el mismo tema (para utilizar una metáfora musical) y nos lleva con inusitada energía —y tristeza— hacia el final.
   El lector cree en Gamerro. Gamerro hace una descripción del lugar  y vemos las calles, el almacén, el desgarrado atardecer sobre la laguna.  Gamerro escribe sobre la historia de Malihuel y percibimos que es cierta, que es tan real como la de Venado Tuerto o la de Cornwall. Gamerro nos hace una revelación final y sentimos que no es un golpe de efecto o la razón de ser de una novela policial, sino un hecho más —casi lógico y hasta  imprescindible— que enriquece el vasto relato. Aunque la revelación no es esperada, sentimos menos sorpresa que tristeza al conocerla.
   Ya superado largamente el siglo de vida, sigo releyendo sin ver a De Quincey, Coleridge, Mauthner, León Bloy… y una voz amable me ha leído en las altas tardes de Zurich* la novela de Gamerro. No sé cuántos años más me han sido otorgados, pero sé que no olvidaré fácilmente “El secreto y las voces”.
J. L. B.
Zurich, octubre de 2011
*En Ginebra y en el resto del mundo creen que he muerto; y quizás sea así.