"¡Quieren asesinar a Marta Dokama!"

Alerta 3

El comisario Macedonio estaba en edad de retirarse. Por una cuestión que no venía al catzo, como decía él, no había sido ascendido a comisario inspector y ya no vería los laureles y el rombo dorados en su uniforme azul.
Por orgullo (no confundir con vanidad) Macedonio quería dejar resuelto o más o menos acomodado el tema Marta Dokama, antes de su retiro.
La mujer había llegado a Baires y se había instalado en un petit hotel del conurbano, tras amagar instalarse en el  consabido Palermo.
El comisario recordó que una vez había leído en la web, en la página de un paranoico: “el hecho de que nadie me siga confirma que la conspiración en mi contra está en marcha”. Un lector común se habría reído; pero un investigador habría agradecido la sentencia, más allá de su inteligencia (perdón por la rima).
En Europa el inspector Ishiguro había llegado a conclusiones vagarosas y el caso se había desvanecido entre las nieblas londinenses. Más de uno sospechó complicidad étnica, pero no pudo confirmarlo.
La Dokama había llegado acompañada po un custodia: no era un patovica sino todo lo contrario: un hombre esmirriado de unos 60 años que no llegaba al metro setenta y al que, de un golpe de vista, se le adivinaba que jamás había concurrido a un gimnasio. ¿Sería un maestro oriental, 8º dan de aikido, por ejemplo?
Macedonio llamó al sargento Eudoro Acevedo para que siguiera discretamente a la Dokama.
No vaya a ser que se avive de que estamos tras sus pasos  y nos enchufe un juicio por quién sabe qué cosa, che advirtió el comisario.
Tranquilo, mi comisario respondió el sargento─, seré una sombra con pasos de algodón, en la alta tarde o en la unánime noche.


Alerta 2

El Crime Club de London ya había detectado la conspiración, en Europa, a mediados de los ´90.
Escritores de diverso cuño se reunían en almuerzos festivos, cenas suntuosas o jocundos mítins after six en París, Viena, Madrid,  Edimburgo, Copenhague, Londres, Reikjiavik… El objetivo ─digámoslo con brocha gorda, caigamos con paracaídas en el luga común─: celebrar la literatura, discutirla con fervor. La intención secreta y profunda: destruir a Marta Dokama.
La fatwa (como la lanzada contra Rushdie) fue obra inicial ─según dicen─ de Cedric E. Highwingston: “donde se la encuentre, cualquier de nosotros puede proceder a ejecutarla”.
El fiscal Domecq tomaría cartas en el asunto pero se iría rapidamente a baraja: “no encuentro motivos para iniciar una investigación, che”.
El comisario Macedonio, en Europa, estaba fuera de jurisdicción.
El inspector Ishiguro se ofreció a intervenir, de oficio.
La señora Dokama plantó denuncias por doquier. Una sombra se movía detrás de ella, y ella la denunciaba. No se sentía a salvo en ninguna de las ciudades del planeta. Decidió, entonces, volver a Buenos Aires.
El comisario Macedonio supo que el destino lo volvía a poner en el centro de la escena, o un cachito al costado, pero no muy lejos.
Antes de que terminara el 2011 ─malició─ algo feo, pero feo feo, pasaría con este asunto.

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¡Quieren asesinar a Marta Dokama!

Esta es una pequeña historia policial, de aparición casual (alguna semana sí, alguna semana no) aparición motivada por los acontecimientos: si sucede algo, será aquí referido; si no, silencio ficticio, como bien decía el filósofo Balá.
No se desarrollará en capítulos sino en alertas, como las meteorológicas.
Aquí va la Alerta 1:


   Se habían anotado tantos para matar a Marta Dokama que las coartadas de antemano obstruían los escritorios policiales.
   Algunas eran elegantes pero poco consistentes; el comisario Macedonio las hubiera desbaratado de un plumazo. Veamos:
“A esa hora, comisario, yo estaba fatigando los Anales de Tácito.”
“Ese día, entre las 4 y las 6 de la tarde, estaba con unos amigos (imaginarios) en la notable redacción de mi novela “El evangelio según Satanás”.
“Jamás anduve en los arrabales de Tokio. Jamás pisé una tintorería. No me haría el harakiri ni se lo haría a otra persona, aunque fuera la malquerida. Y quiero ya un abogado. ¿Puede ser Perry Mason?”
   El comisario Macedonio sospechó lo peor: una vasta conspiración con tantos sospechosos, con tantos ganosos de cometer el crimen, que ni Maigret, Holmes y Marlowe juntos hubieran podido resolver el caso.
   ¿Qué podía hacer? ¿Rogar para que el crimen no sucediera nunca?       
  ¿Cometerlo él mismo y entregarse, para terminar con esa tortura?
   La culpa no es de los asesinos llegó a decir un periodista supergarantista (perdón por la rima) ─. Hay víctimas que incitan a que se las agarre del cogote. Y conste que no soy un hombre de la derecha cavernícola.
   El comisario le puso una custodia a la Dokama y se dijo que esperaría, esperaría.
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